Una Vez, muchas veces, un cuadro.
Esa tarde recordó que tiempo atrás se quedó con la mirada tapada en una pintura de El Greco. No los ojos cerrados, no. Tapada, como si el ver se hubiera vuelto imposible de golpe, como si el cuadro le hubiera lanzado una ráfaga que desbordaba la vista. Estaba en un museo, no recordaba cuál. Sabía que era Jesús en el huerto de los olivos, pero el título no explicaba nada. Los discípulos dormían al costado, como vencidos por un sueño ajeno. Un ángel se inclinaba hacia Jesús, pero no era un consuelo: era un mensaje, una fatalidad suspendida. Y Jesús… Jesús no parecía humano. Tampoco divino. Parecía, más bien, la imagen misma de la decisión imposible.
Él sabía de arte. Lo había estudiado, incluso defendido en discusiones que hoy le parecían ingenuas. Sabía que El Greco venía del Renacimiento tardío, que su estilo desbordaba las proporciones clásicas, que sus figuras eran alargadas por un impulso místico, no óptico. Sabía, también, que ese cuadro había sido pintado más de una vez por el mismo autor, como si volver a esa escena fuera necesario. Pero esa tarde, al recordarlo, no podía pensar con claridad.
La confusión no era un defecto de su razón. Era un síntoma del mundo. Todo parecía agitado, incierto, como si las categorías ya no sirvieran. Y sin embargo, ese recuerdo volvía con fuerza: la pintura, la ráfaga, los ojos tapados.
La pintura volvía como una presencia. No había análisis que la agotara. Quizás —pensó— bastaba con que estuviera allí. Como si su sola existencia impusiera una forma. No una forma para algo, no un propósito, sino una forma que se sostiene sola. Un temblor quieto.
Eso era. No podía nombrarlo, pero lo sentía: esa escena no era una historia, no era una doctrina, no era una moraleja. Era algo que pedía ser mirado sin querer poseerlo. Pedía una entrega sin interés. Como si mirar no fuera buscar, sino simplemente dejarse tocar por la forma.
Había algo hermoso ahí. Pero no la belleza del equilibrio ni de la simetría. Una belleza que no prometía nada, pero lo decía todo. ¿Era eso lo que lo había dejado con los ojos tapados? ¿Un exceso de sentido que no pedía comprensión, sino aceptación? ¿La presencia de algo que se basta a sí mismo?
Y sin embargo, no era solo la forma. Era otra cosa. Una cercanía imposible. Como si el cuadro no estuviera colgado en una sala, sino flotando en una dimensión donde el tiempo no se rompe. Lo recordaba como quien recuerda una aparición. Algo estaba ahí, y no podía repetirse. Aunque viera cien reproducciones, aunque estudiara cada trazo, esa vez había algo que no se dejaba atrapar.
Sentía que el cuadro lo había visto. No con ojos, sino con presencia. Como si algo antiguo, único, cargado de siglos y de silencio, lo hubiera elegido. Ese momento, esa quietud, esa respiración contenida: un temblor que no venía de él, sino del aire que lo rodeaba.
La confusión no venía de no entender, sino de entender demasiado. Todo estaba allí, al mismo tiempo: el arte, la fe, el miedo, la muerte, la historia, el cuerpo, la forma. Capas superpuestas, sin orden. No había una sola realidad, sino todas apiladas. Y eso, eso volvía imposible la calma.
Y esa tarde, mientras el mundo seguía su ruido, él se quedó quieto. Como si estuviera de nuevo ahí, frente al cuadro. O como si el cuadro, de algún modo, nunca se hubiera ido.
Comentarios
Publicar un comentario