Sensaciones
Hace mucho tiempo practicaba pintura en la primera asociación de bellas artes de la Argentina. Las clases eran libres, o relativamente libres: acuarela, grafito, óleo, cualquier material pictórico se volvía posible. Había modelo vivo, naturaleza muerta, formas abstractas.
Pero más que las imágenes, lo que permanece es el recuerdo de las sensaciones. El olor a trementina, el mate que pasaba de mano en mano, el murmullo del tango de fondo, las conversaciones que se enredaban entre banalidades y confidencias. Pintar era casi una excusa: lo que me quedó grabado es la textura de esos momentos, como si hubiesen sido un cuadro colectivo pintado en la memoria.
Después de las clases solíamos ir a un café en la esquina de Maipú y Paraguay. Allí nos esperaba siempre el mismo mozo, que ya sabía de dónde veníamos y nos recibía como si fuéramos parte de una rutina compartida. Tenía un vínculo especial con el mundo del arte: había trabajado en el Palais de Glace, donde conoció a muchos artistas. Quizás por eso nos escuchaba con una paciencia distinta, como si reconociera en nosotros ecos de aquellos pintores y escultores con los que alguna vez había cruzado palabras.
En esas mesas el tiempo se alargaba: hablábamos de cuadros, de música, de lo que habíamos hecho en la jornada. El olor a café tostado y la penumbra de la tarde quedaban asociados para siempre con el recuerdo de pintar. Era como si la pintura nos siguiera, todavía húmeda, hasta el café de la esquina.
Una vez, el mozo le mostró a mi maestro una foto en la que él aparecía junto al que había sido su propio maestro. Mi maestro —el maestro de todo el grupo— solía contarnos historias sobre aquel hombre, y una de esas anécdotas generó en mí una fuerza que parecía poder durar eternamente.
Su maestro había sido un gran retratista en un tiempo en que el mundo del arte prefería lo abstracto. Él, en cambio, eligió volver al retrato como cuestión social. Pero lo que realmente nos impactaba era la forma en que trabajaba: fotografiaba a la gente, no para copiar sus rasgos, sino para capturar la sensación que cada persona le dejaba. En el lienzo quería plasmar algo más profundo que la imagen: una vida entera, una interacción eterna con el pueblo obrero, la huella que cada individuo dejaba en el mundo.
Las personas y la asociación a las cuales me refiero tienen en la cultura argentina una pregnancia tan fuerte que solo nombrarlas dejaría en penumbras al resto del relato. Podría presentar evidencia documental de todo lo aquí expuesto, pero ¿yo qué sé? Soy así: me gustan las charlas cotidianas, me gusta la gente que confía en los demás sin que se tenga que estar presentando evidencia cada vez que uno cuenta algo.
Y así, entre mates, pinceles, cafés y fotos, lo que quedó no son solo imágenes o anécdotas, sino la sensación de cada momento: la textura del óleo en la yema de los dedos, el murmullo del tango, la penumbra cálida de la tarde en el café. Todo eso se instala en la memoria como un eco permanente, recordándome que pintar, al final, siempre fue sentir.
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